«El extraño viaje» en EL PAÍS SEMANAL
PASA LA VIDA
Los lectores voraces invertimos mucho tiempo en perseguir libros. Ocurre, sin embargo, en ocasiones, que los libros se nos aparecen. O bien que nos buscan y nos encuentran cuando más los necesitamos. Haciendo honor a su título -que homenajea una gran película de Fernando F. Gómez-, El extraño viaje (editado por Trabe) se abrió para mí en una tarde de domingo en la que yo penaba por la muerte reciente de un amigo muy antiguo. Y me metí en un trayecto de palabras sencillas, bien elegidas, trabajadas como la vida: por eso el lunes amanecí sin desgarro. Dolorida, pero sin desgarro.
Ovidio Paredes, el autor, tuvo la gentileza de enviarme el volumen cuando acababa de aparecer, en otoño pasado. Yo andaba por entonces metida en el parto de mi propio libro, en esa etapa en que resulta difícil escuchar otra voz que la de una misma; estaba colgada de sus silencios y de la angustia. Como aprecio mucho a Paredes, tras leer el delicado y exacto prólogo que Elvira Lindo le ha escrito, me dije que lo leería sin falta en cuando pudiera dedicarme a otros ámbitos con la concentración que los libros requieren. (Perdónenme una digresión: perdonen si utilizo demasiado las palabras derivadas del verbo leer. Es que no existe sinónimo. Uno puede pergeñar en lugar de escribir, pero leer, solo lee. Es lo bueno que tiene).
Pues bien, era domingo, yo estaba triste, tomé el libro y leí la primera frase: "El desván era el lugar prohibido de la casa". Nada mal para una lectura de viajes, ¿verdad? Ya no pude soltarlo. Suavemente, con palabras muy elegidas -las palabras, qué bálsamo-, me adentré en el viaje de la existencia y del deseo, de los recuerdos y las esperanzas, de las preferencias, de las compañías, del amor, de la pareja, de las luchas contra los prejuicios, de los días negros y los días azules. Lanzaba el libro su engrasado engranaje hacia adelante y hacia atrás, hacia siempre y hacia nunca, y en cada línea la presencia tranquila y reflexiva de Ovidio Paredes se materializaba como la de un grato compañero, o más bien como la de un revisor dotado de poderes que, en un no menos extraño tren, va relatando andenes y vaivenes. Es un libro meandro o recoveco, un libro que cuenta cuentas y no las ajusta, las describe; un libro íntimo.
Recuerda Lindo en su precioso prólogo que esto que leemos encuadernado, con tapas y con páginas -con una portada que puede ser Nueva York porque la cruza, rápido, un taxi amarillo-, ha ido apareciendo en ovidioparedes.blogspot.com, que es el blog en donde Ovidio escribe todas las mañanas, con su plácida gata Francesca muy cerca. Y decreta Lindo, con razón, que estos retazos tan cuidados, tan bien escritos, adquieren, convertidos en libro, unidad. Una extraña unidad, como el viaje, como el tren, como la vida, diría yo.
Pasa la vida, mientras uno lo lee. La del autor, en la que uno se mete y reconoce olores, sabores, lluvias, veranos, rasguños, heridas, amaneceres gloriosos. Aquellas pequeñas cosas, aquellas citas del calendario, aquel dolor puntual, aquella melancolía, aquellas ganas de comerse el mundo, ¡aquella Santa Sebe de Oviedo en donde también yo disfruté de buenos ratos! Aquellos que no están ya, aquellos que siguen en nuestra brecha. Te entra, leyéndolo, una sensación no de conformidad, eso no y nunca, sino de cierto orden en el caos del universo. El orden que ponen, como pueden, los sentimientos nobles, los comportamientos dignos, las personas de bien. Los caídos en desgracia, contemplados y descritos con la mejor compasión. Las grandes pérdidas y las pequeñas alegrías. Las lealtades debidas. Las ciudades amadas. Las personas que uno no conoce, pero a las que observa, cuyas vidas imagina.
Y así, leyendo El extraño viaje, no desapareció el dolor por la muerte de mi amigo, pero se hizo un lugar en la armonía que las bellas y precisas palabras imponen a los acontecimientos horribles que de tanto en tanto nos mutilan. Es muy importante que el dolor, pasada la primera embestida, nos obedezca un poco. Corta la correa, quieto ahí: te conjuro con hermosas palabras, recibidas como un regalo en un triste domingo, mientras pasa la vida.
Maruja Torres.
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